domingo, 23 de noviembre de 2014

LO PUEDO HACER SOLA, SOY MUY INTELIGENTE.

“Lo puedo hacer sola. Soy más inteligente.”
Mi nueva amiga de A.A. está durmiendo en mi casa. Cuando la trajeron aquí, estaba borracha e inconsciente. Encontraron una botella de sedantes, casi vacía, cerca de su cuerpo. Me la trajeron a mí porque soy doctora y alcohólica. No recuerdo precisamente cuándo me volví alcohólica. De adolescente, iba a los bailes. Los amigos de mi hermano le pedían que me invitara, porque sólo necesitaba unos pocos tragos para alegrarme. Pero, la mayoría de las veces, cuando la gente a mi alrededor estaba alegre, yo estaba triste.
Después de conseguir mi primer empleo como interna en cirugía, recibí una invitación para asistir a una fiesta con los demás miembros del personal del hospital. Me puse tan borracha con un vaso de vino que tropecé con una mesa y me caí. Mi amiga más íntima estaba escandalizada y me dijo que una dama tenía que tomar dos vasos de vino — “si no puedes, no eres una dama.” Le pregunté lo que debía hacer y me respondió: “Tienes que practicar.”
Lo hacía todas las noches, generalmente en mi casa, en donde mi madre me decía: “Una dama que bebe tanto no es una dama.” No obstante, el vino parecía aumentar mi eficiencia. Podía trabajar más por la noche, cuando quería escribir o leer. Era ambiciosa y quería ser jefe de mi hospital. Mientras bebía, era la jefa. Aún más, era la doctora más inteligente, la mujer más bella, la mejor hija y amiga.
En realidad, aunque seguía bebiendo, iba progresando muy rápido en mi carrera. Nunca estaba borracha, ni tampoco sobria. Entonces, un día algo agitado, una colega me dijo que iba al salón donde los médicos pasaban las horas en que no están de servicio, porque necesitaba un trago. Ese día señaló el principio del fin para mí. Ella sólo bebía un poco pero pasados seis meses yo me bebía cada mañana un vaso de los de agua, lleno de vodka. Mi trabajo fue empeorando, y terminé dejando que lo hicieran los demás.
Aunque mi madre había estado enferma, yo siempre podía encontrar una razón para beber. Sabía que tenía un problema con el alcohol. Leí libros médicos que trataban del asunto, y sabía cómo podía afectar mi cerebro. Quería dejar de beber, pero no sabía cómo. Sabía solamente que tenía que alejarme del hospital, antes de que se descubriera mi forma de beber. La primera vez que se me presentó la oportunidad, establecí una consulta privada y me despedí del hospital.
En esa época se murió mi madre. Cuando yo volvía a casa, ya no oía las preguntas: “¿Cuánto bebiste?” “¿Cuánto gastaste en licores’?” Era dueña de mí misma. Bebía y seguía bebiendo — a solas, porque mis amigos me habían abandonado. Ya no era la doctora más inteligente, la mujer más hermosa. Estaba sola con mis temores. Tenía que beber.
Mi desesperación se iba intensificando. Por fin un paciente informó al Consejo de Salud de haberme encontrado borracha. Como consecuencia, tuve que consultar con un profesor que investigaba asuntos de este tipo — y un milagro ocurrió. El sabía cómo era el infierno en el que yo vivía, y me dio un libro acerca del alcoholismo. Aunque seguí bebiendo mientras lo leía, percibí una luz de esperanza. Pasados algunos días, le dije que me gustaría conocer a los miembros de Alcohólicos Anónimos mencionados en el libro.
Una semana después, recibí una llamada telefónica de un amigo de la universidad que se había hecho siquiatra. “A.A. está en nuestro pueblo,” me dijo; y me informó sobre dónde y cuándo se efectuaban las reuniones. Unas dos semanas más tarde logré dirigirme a una reunión, no sin tomarme antes una copa. Abrí la puerta y vi a seis hombres. Escuché atentamente lo que decían.
“¿Qué debo hacer?” les pregunté. “Me queda la mitad de una botella en casa, y la otra mitad me la bebí antes de venir aquí.” ¡Estaba diciendo la verda sobre la bebida! ¿Qué me había ocurrido?
Uno de los hombres me respondió, “Puedes hacer lo que quieras con la botella: bebértela o tirarla. Es tu vida.” Por primera vez, no se me prohibió que bebiera. Esa noche me tomé el resto de la botella, pero llegué sobria a la siguiente reunión.
Empecé una vida nueva. Mis amigos del grupo me entendían. Encontré también una felicidad fuera del grupo. Podía hacer mi trabajo, y mis pacientes comenzaban a amarme y a respetarme; amistades perdidas se reanudaban.
Durante 19 meses estuve feliz, pero no me aplicaba mucho en el programa. Hacía mucho trabajo de Paso Doce, ayudando a otros alcohólicos, pero sólo para evadirme de mí misma. Un día sufrí un trastorno emocional y tomé dos tranquilizantes — el siguiente día, cuatro, y después muchos más.
No asistía asiduamente a las reuniones. “Soy médica,” me decía. “Sé lo suficiente sobre A.A. Puedo hacerlo sola. Tengo demasiado trabajo que hacer. Soy más inteligente que los demás. Soy una alcohólica especial.”
Todos los temores y mentiras que acompañaban a la bebida, volvieron con los tranquilizantes. Los cambié por sedantes.
Un día volvió a aparecer la botella. Mi botella. ¡Fue tan fácil comenzar! A pesar de todo lo que me dijeron en A.A. acerca del primer trago, durante algunos días no me pasó nada. “Bueno”, me dije, “no soy alcohólica. Fue un error. No tengo por qué asociarme con la gente de A.A. Yo puedo arreglármelas...” Bebía y tomaba píldoras.
Entonces, toqué fondo. Después de haber intentado suicidarme, desperté en mi casa, y me encontré con vida. Supe que era una alcohólica, y llamé por teléfono a mis amigos de A.A.
Dos días después, conocí a otro miembro de A.A., el médico que es ahora mi esposo. He empezado de nuevo a vivir. Asisto a las reuniones, y me aplico en el programa que me ha enseñado a lograr la tranquilidad de espíritu, sin alcohol o drogas. He reestablecido una relación con mi Poder Superior. Sin El, no habría podido llegar a ser una alcohólica tan feliz.
Mientras escribía mi historia, mi nueva amiga de A.A. se ha despertado. Está viva y hace 24 horas que no ha tomado un trago. A.A. funciona.


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