domingo, 23 de noviembre de 2014

LA CULPABILIDAD, EL TEMOR, LOS REMORDIMIENTOS DIARIAMENTE ME ACOMPAÑABAN.

“La culpabilidad, el temor y los remordimientos diariamente me acompañaban.”
Ahora que gozo de un cierto grado de sobriedad, puedo darme cuenta de lo ciega que estuve durante 20 años. Tomé mi primer trago a la edad de 13 años. Bebí una gran cantidad de oporto en una apuesta, me puse muy enferma y borracha, y me prometí que nunca más en mi vida bebería vino de esa forma.
En la secundaria, andaba con amigos mayores que yo. Bebían, y no había nada que me gustara más hacer. Bebía porque me gustaba beber, y una vez que empezaba, no estaba dispuesta a dejarlo cuando los demás lo estaban. Si les gustaba beber, su compañía me era grata. Si no les gustaba, no me veían mucho.
A la edad de 19 años, me casé. Mi marido bebía. Le gustaba y podía aguantar mucho. Tenía un compañero de bebida para toda la vida, y nuestro matrimonio comenzó como una larga celebración.
Cerca de un año después del nacimiento de nuestra hija, me puse muy enferma. Nuestro médico de cabecera me aconsejó que dejara de beber; me dijo que era una alcohólica potencial. Me reí de esto, y no le hice caso ni a él, ni a mis amigos y parientes que se lamentaban de mi forma de beber.
Empecé a perder cada vez más el control. A veces, lo que comenzaba con unos cuantos tragos se prolongaba durante una semana. Para librarnos de la trampa, nos trasladarnos a otra vecindad, y conseguí un trabajo. Comencé a inventar pretextos para beber más frecuentemente. Un día, estando de camino al trabajo, necesité un estimulante y me detuve para tomarme un trago. Recuerdo que tomé otros dos después del primero. El siguiente recuerdo claro que tengo, es de tres días más tarde. Por primera vez, conocí el miedo. Le dije a mi familia que yo debía de estar enferma mentalmente, para que esto hubiera ocurrido.
Comencé a consultar con un siquiatra. Nunca mencioné el alcohol, salvo para decirle que bebía en ocasiones. No le dije que por lo general me aseguraba de tener siempre la ocasión de beber, ni que él me deparó una.
Pasaron los años y finalmente llegué a un punto en que no podía enfrentarme con nada. Mi marido y yo nos separamos varias veces, y cada vez que nos reconciliábamos, esperábamos que las cosas cambiaran.
Sí cambiaron. Empeoraron. Acabé en un hospital en donde un médico me dijo que yo era esquizofréniea. Su diagnóstico me complació mucho. Una chalada, una loca, eso sí era; no una alcohólica.
Cuando dejé por fin de oír voces y me repuse, tuve que celebrar, esta vez con el permiso del doctor. Me propuso que bebiera sólo buen whisky escocés, y no más de tres tragos. No estipuló el tamaño del vaso.
Mi marido y yo nos separamos por última vez. Me dio un ultimátum: él o la bebida. No dudé en escoger
— ya no podía vivir sin la bebida.
Durante los dos años siguientes, viví una pesadilla. La culpabilidad, el temor y los remordimientos me acompañaban diariamente. Ya no tenía amigos; cuando me veían andando por la calle, cruzaban al otro lado. La mayor parte del tiempo, parecía una autómata, embrutecida por el alcohol. Por fin, un día, al despertarme por enésima vez en una habitación desconocida al lado de un hombre desconocido, supe que no podía aguantarlo más. Me sentenciaron a prisión, por un crimen que cometí en una bruma alcohólica.
Finalmente, aprendí a vivir a través del programa de A.A. Cuando empecé a asistir a las reuniones en prisión, mi súplica de ayuda tuvo su respuesta. Una de las mujeres empleaba una expresión que corresponde precisamente a lo que me pasó en esta Comunidad: “Empecé a vivir cuando dejé de llorar y me comencé a esforzar.” Me esforcé por trabajar según la guía que A.A. me había dado en los Doce Pasos. Primero, entregarme completamente. Estaba perdiendo el combate con la botella. Me rendí, y a través de la derrota, gané. Segundo, transformarme, puesto que el mundo no va a adaptarse a mis deseos. Es sencillo, no quiero tener nada que ver con lo que fuese que me encaminó hacia la miseria alcohólica.
Ahora soy otro diente en la rueda de esta Comunidad. Se me ha ofrecido otra oportunidad de ser la madre que siempre he deseado ser. Sí, tengo el mejor regalo de todos — me han sido devueltos mi hija y su amor. Ayer, sólo existía, sin esperanza, sin nada más que miseria. Hoy vivo con esperanza porque llevo un mensaje de esperanza a otros alcohólicos. Por estas razones, el programa funciona. Deseas desesperadamente tu sobriedad y después de lograrla, la compartes
con otros.


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