Durante mi carrera alcohólica había amenazado a pacientes, había estado borracha en el trabajo, había pensado en asesinar.”
Soy alcohólica. Soy también una enfermera titulada, una soltera que goza de muchas actividades. Pero no fue siempre así.
He mantenido mi sobriedad en Alcohólicos Anónimos durante algo más de cinco años, y éstos han sido los años más felices de mi vida. Antes de recurrir a A.A., llevaba un año seca, por miedo de sufrir otro ataque de DT (delirium tremens). Había jurado que nunca tomaría otro trago, porque sabía que nunca podría salir de otra borrachera como lo hice durante la semana entre el día de Navidad y el de Año Nuevo de 1977.
El día de Navidad, por la mañana temprano, conduciendo borracha y bajo los efectos de la droga, rompí un poste telefónico y destrocé mi coche — no por primera vez. En la sala de urgencia, ofensiva y sin deseo de cooperar (todavía con mi uniforme) rechacé los cuidados médicos hasta la mañana siguiente, en que pudiera ser admitida sin alcohol u otras drogas en mi organismo.
En aquel entonces, que yo recuerde, bebía diariamente, y tomaba cualquier sustancia que podía conseguir, con o sin receta. Después de ser dada de alta, mi irritabilidad y nerviosismo y mis temblores cada vez más intensos se convirtieron en verdaderas alucinaciones, acompañadas de un creciente horror de lo que estaba experimentando.
No podía volver al hospital en donde estaba empleada, y mi familia ya no podía aguantar mi conducta antisocial. Durante otro año entero fui tocando fondos consecutivos, una sustancia a la vez; pero no hubo ningún cambio en mi enfoque sobre la vida. Para mí, la recuperación empezó cuando dejé de tomar drogas y comencé a hacer esfuerzos para mejorar. Empezó cuando asistí por primera vez a una reunión de A.A.
Era una niña tímida, hipersensible, obesa, y poco segura de mí misma. Buscaba consuelo en los libros y en el papel de “madrecita”. Recuerdo que me sentía importante cuando papá me dejaba pedir sorbitos de su cerveza. Me gustaban sus efectos. La primera vez que, bebiendo, perdí el conocimiento y sufrí una laguna mental, tenía 13 años. Me parecía como si la única forma en que podía apaciguar mi sentimiento de inferioridad y mi criticona conciencia fuera estar borracha.
13 En la escuela, me consideraban una compañera agradable, una de las que haría todo por sus amigas.
Complacer a los demás me causó muchas penas, especialmente en mi profesión, hasta que aprendí a decir no a la primera copa.
Para mí, ponerme el uniforme blanco significaba dar rienda suelta a “la enfermera prodigiosa.” Sin uniforme, estaba muy metida en la contracultura hippie. Para compensarlo, tenía que ser un dechado de perfección en mi trabajo, como la famosa Florence Nightingale. Siempre me ponía furiosa la incompetencia que veía a mi alrededor, segura de que yo era la única persona que hacía el trabajo.
Con toda esta ira y sentimientos de mártir, tenía que emborracharme después del trabajo para desfogarme. Necesitaba un empleo para costear mi adicción, y la profesión de enfermera representaba la única cosa respetable que poseía.
Durante mi carrera alcohólica, que duró 12 años había amenazado a pacientes, había estado borracha en el trabajo, había pensado en asesinar, vendido drogas a niños, tomado una sobredosis, había sufrido dos abortos provocados, y bebido hasta caerme sin sentido en los bares, vestida con mi uniforme. Olía mal y había engañado a mi amiga más fiel, y la última que me quedaba, teniendo una aventura con su marido. Conducía cuando estaba demasiado borracha para andar a pie. Destrocé algunos coches, y la policía me detuvo muchas veces, sin que tuviera ningún recuerdo de los eventos.
Detestaba a los borrachos porque constituían una evidencia patente de lo que yo era bajo mi fachada — manipulativa, poco honrada, tímida y solitaria. He pasado la mayor parte de mi vida fingiendo ser algo que no soy. Hasta que logré mi sobriedad no supe que soy precisamente la persona que siempre quise ser.
En A.A. me han enseñado a cambiar — desde el interior, no sólo en las apariencias — la gente que ahora se ríe de sus problemas, llora de su alegría y disfruta de su vida.
Hoy, trabajo como enfermera de vuelo, miembro de un equipo de transporte en helicóptero, una oportunidad para crecer profesionalmente que no podría aprovechar sin estar sobria. Tengo la reputación de ser honesta, aunque no de ser siempre diplomática al respecto. Lo hermoso de la sobriedad es la habilidad para admitir mi falta cuando he perjudicado a alguien con una palabra o acción irreflexivas, y a partir de ahí, continuar. Mientras bebía, tenía un miedo cerval a que alguien descubriera que cometía errores. Por eso, no podía escarmentar por mis errores y seguía haciendo las mismas cosas, una y otra vez.
Ahora puedo aprender y crecer con la gente que encuentro en mi vida. Sin tener, de ellos ni de mí misma, esperanzas poco realistas. Me he vuelto a unir a la iglesia de mi niñez, con la fe de una adulta, y participo activamente en el servicio de A.A., así como en las actividades comunitarias y profesionales.
Dentro del programa, todavía sigo luchando por lograr la habilidad de verme de una manera realista en relación a los demás. Adquirir un verdadero amor propio y una aceptación de mí misma han sido probablemente las tareas más difíciles que haya encontrado. A través de la adversidad y de muchas situaciones incómodas en mi vida, he conseguido cierto amor propio y tranquilidad de conciencia, ya recibiera o no aprobación.
¡Agradezco tanto el regalo de un sincero amor propio! Siempre he deseado ayudar a otras gentes y serles servicial, pero mi apremiante y paralizante adicción me incapacitó para hacerlo. Ahora liberada, llevo una vida que nunca me hubiera podido imaginar, y me doy cuenta cada día más de que sólo la falta de fe impone límites sobre mi vida. Una autómata se está convirtiendo en una mujer competente, íntegra y cariñosa.
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